22 octubre 2006

VII - Marcos

Reconozco que soy cambiante, suelo confundir a simple vista. Nadie se engañe con mis chistes y mi aparente buen humor.
Mi primera reacción –y la más constante y evidente- ante la tristeza es el silencio. Me hundo en un abismo inexpugnable del que ni yo mismo podré reconocer alguna vez todos los recovecos. Me dejo llevar por la pesadez, me entrego a la espiral descendente y en un momento no queda nada más que una profunda sensación de vacío; casi ni alcanzo a trazar un pensamiento, la realidad desaparece, la fantasía desaparece.
Suele pasarme cada vez más seguido esto de darme cuenta que al final estamos solos. Cada uno solo. No es como esa canción de Fander, así estoy en el mundo sin tu amor. No. Así estoy en el mundo siempre. Muchas veces hacemos la vista gorda, pretendemos ignorar semejante certeza, soslayamos la verdad irrefutable. Pero si queremos ser felices debemos hacerlo solos. Y cómo hacemos los que no podemos estar solos? Yo quise ser feliz y con ella y ahí está la paradoja. Ni ella fue feliz conmigo ni yo con ella. Ni yo fui feliz por ella ni ella por mí, aunque sea una afirmación viciada de errores: nadie hace nada por otro que no sea causar daño. Si no decime: de qué te sirve que alguien te ame? De qué te sirve que alguien te ame si no podes ser feliz? De que te sirve amar a alguien? Eso te hace sentir completo? Boludeces! Seguimos vacíos. Vinimos vacíos y moriremos vacíos.
Ahí tienen: la segunda reacción es la broca.
Creo que la tercera es el desgano. Quería contarles cómo era yo, pero se me fueron las ganas porque hoy, como casi todas las horas de casi todos los días, estoy triste.

20 octubre 2006

VI - Primera cita (no se apresuren, es por cuestiones laborales)

Creo que no lo dijimos, pero Walter se levantaba a las 5 de lunes a viernes, los sábados a las 7 y los domingos a las 4... de la tarde.
Su ritual era sencillo, fiaca de unos minutos con la luz apagada o mínima, encendido de calefón, sesión de espejo que consistía en chequeo de diámetro de la cintura (en franco crecimiento), estado de bíceps y dorsales (hasta el momento y por suerte más relevantes que la barriga), duda cartesiana respecto de la relación tunning-pening de frente y de perfil (será cierto en definitiva lo que dice Marcos?), remoción de lagañas, granos, todo esto mientras el agua caliente llega a la ducha. Cortado de filtro, un par de express con unas rodajas de algún jamoncito o algo que haya quedado de lo que cada tanto sobra -y bastante- de los repartos y de lo que muchos clientes cambian por acercarse la fecha de vencimiento. Siempre se preguntaba, aunque no encontrara resultados negativos, hasta dónde afectaría su salud el hecho de comer fiambre casi sobre la fecha de vencimiento. De todas formas, terminaba infiriendo que nada se acercaba a la dosis de veneno que diariamente consume el ser humano urbano, entre quema de combustibles, cigarrillos, residuos orgánicos y mil etcéteras. Igualmente, un salame no se iba a poner feo de un día para el otro, si el 24 vence, no es que el 23 está bueno y el 24 está podrido, ni el 25 ni el 30, pero hay que considerar también los intereses comerciales que llevan a que mercadería que antes no vencía nunca, ahora sí lo haga por una cuestión de rotación, que lleva a mantener aceitado el circuito de ventas con beneficio de las partes interesadas. El consumidor final? Bien, gracias... que pague primero y reclame después. Y así como no estaba dispuesto (mucho menos convencido de) a morir por un jamon cocido pasado de vencimiento, tampoco quería palmar a fuerza de hidrocarburos así que primero abría las cuatro puertas del garage y despues encendía la camioneta para que caliente un poco, ya sea invierno o verano. Si ponía la radio seguramente escucharía malas noticias de Colón, así que optaba por algun disquito (algún día compraía un mp3, por ahí si pegaba una buena venta en el mercado oscuro, tal vez).
Pero esa mañana el amanecer tenía otro condimento. Tenía condimento, digámoslo de una vez, porque las otras mañanas eran inercia pura.
A las 6 lo esperaba Marisa en la puerta de un depósito que concentraba donaciones y desde el cual salían un viejo rastrojero, humiento y destartalado pero fiel y tenaz como la voluntad de su dueño, un hombre de unos 60 años que venía haciendo changas de flete desde los 30 y que se sumó hace un par de años a este reparto, desde que el auge piquetero dio relevancia pública a los comedores comunitarios; y un falcon amarillo que supo de mejores pulidos y limpiezas, cargado hasta el asiento del acompañante, manejado por un gordito feliz y contento, de edad indefinida y que responde a cualquier mote, cacho, pepe, juancho, tony, fiera, piñón, etc, con una risa franca y contagiosa. La misión de Walter era, decidió aceptarla, sumar un granito de arena, utilizar la capacidad ociosa de carga de la camioneta y el recorrido diario por los comercios, para ayudar en el reparto de alimentos a cinco comedores que quedaban dentro de su recorrido y que aliviaban la carga de los otros dos vehículos. Otra cuestión que había salido al planificar el recorrido con Marisa era que se podía rescatar la mercadería devuelta por rotación, que normalmente iba a parar al depósito de donde Walter retiraba y de allí se olvidaba, se daba por perdida y se tiraba cuando el espacio comenzaba a faltar. La idea entonces, era tomar esa mercadería antes que venza y antes que se tire y dejarla en éste depósito que vemos ahora, donde Marisa es una coordinadora más de los cinco que hay, tres mujeres y dos hombres. La subvención que se recibe del estado alcanza para el mantenimiento mínimo del local como alquiler y servicios, la limpieza es ad-honorem y se turnan dos personas, el combustible de los vehículos también es donado y a veces puesto del bolsillo de los coordinadores; los repartidores apenas pueden con el mantenimiento de sus propios vehículos.
Aquí está Marisa, ya lo dijimos, con esa sonrisa y esa frescura que no parece acusar sueño ni cansancio, feliz de haber sumado uno más a la causa, contenta porque no es cualquier “uno más”. Y aquí llega Walter, casi por primera vez con los ojos bien abiertos, terminando de despejarse. Ya hace calor, no quiere pensar lo que va a ser cerca del mediodía, pero las palabras y la sonrisa de Marisa lo transportan en su fantasía de terminar la jornada en una terraza o balcón, mirando al oeste, esperando la brisa fresca del sur que aplaque el bochorno, un vaso helado en la mano, como aquella tarde junto a la pileta, filosofando menos y acercándose más.